martes, 10 de junio de 2008

Primer capítulo - A LA SOMBRA DE UN SILENCIOSO LUGAR DE EXTERMINIO (Sam Sotha)

La revolución comunista

El 17 de abril de 1975, el régimen de los jemeres rojos empieza estableciendo su ontrol en la ciudad de Phnom Penh y más adelante propaga su poder a lo largo de todo el país. Mi mujer y yo fuimos una de tantas familias que vivían en la capital y que fuimos expulsados al campo.
Mi nombre es Francis (un nombre católico elegido por un hermano adoptivo de una congregación católica americana) y Sony es el nombre de mi mujer. Nos casamos el 4 de noviembre de 1973. Cuando huimos de la ciudad, no teníamos hijos.
A las nueve y media de la mañana de ese día de abril, las fuerzas de los jemeres rojos llegaron a la capital. La gente estaba aterrorizada. Nosotros habíamos visto cómo las fuerzas armadas de Lon Nol se rindieron a sus brazos y cómo algunas de ellas lo hicieron antes de la irrupción de las fuerzas comunistas. La situación era desalentadora. Todas las tiendas, comercios, escuelas y ofi cinas estaban cerradas.
Al terminar el día todo estaba en calma exceptuando el eco de algunos disparos lejanos. A mi mujer y a mí sólo nos quedaba rezar. Escondimos todos nuestros documentos importantes junto con las fotografías en las que salíamos con algún representante americano o con personalidades religiosas.
Esa noche, el miedo nos mantuvo despiertos. Pensábamos en nuestros familiares de la provincia de Battambang (a trescientos kilómetros al noroeste de Phnom Penh). Nos sentamos en la cama apoyados contra la pared, mirándonos fijamente el uno al otro. No nos hablamos. No podíamos encontrar las palabras adecuadas que expresasen nuestra desesperación.



A la mañana siguiente, las fuerzas comunistas empezaron a expulsar a la gente mientras decían: «Tenéis que marcharos de este lugar durante tres días. Una vez pasados, podréis volver. Si os quedáis aquí, seréis bombardeados por aviones americanos, los superbombarderos B-52». Ése fue el modo que usaron para engañarnos.
Sólo llevábamos dos mudas de ropa en nuestras bolsas.
También llevábamos dos kilos de arroz, una olla para cocinar y el resto del espacio se lo dedicamos a los libros. Mi mujer y yo devastados por el miedo y la esesperación.
¡Dios mío!, nos desplazamos a pie junto con una multitud de personas; al ser abril y la estación seca, hacía mucho calor. Por el camino vimos los cuerpos de aquellos que se habían negado a abandonar la ciudad debido a que padecían alguna enfermedad. Todos nosotros éramos empujados por soldados armados, lo que nos asustaba mucho. El tiempo pasaba y seguíamos sin regresar a nuestros hogares —un día, una semana, un mes…—, y eso nos angustiaba. Las mujeres daban a luz en medio de la carretera y sin ayuda de una comadrona, casi todas morían. Nosotros dormíamos bajo la sombra de los árboles. Nuestro suelo era la tierra, nuestro techo el cielo, y nuestra casa estaba iluminada por las estrellas y la luna llena.
De esta manera tres millones de personas de Phnom Penh se dispersaron por el campo. El viaje nos llevó a la parte suroeste del país, a la que fue la base revolucionaria de los comunistas durante los cinco años de guerra con el ejército republicano de Lon Nol.
Los jemeres rojos arrestaron a las personas que creían que pertenecían a los más altos mandos del gobierno. Éste fue el inicio del exterminio llevado a cabo por el régimen de Pol Pot, lo que él pensaba que sería el primer paso en la revolución comunista mundial.
Las personas que no tenían previsto volver a sus hogares recogieron toda su ropa, sus pertenencias, la comida que tenían, y lo cargaron en sus bicis, motocicletas o coches. Nosotros sin embargo llevábamos nuestras cosas en la mano. Afortunadamente nos encontramos por el camino con unos amigos que llevaban el arroz y las cazuelas para cocinar en sus motos y nos invitaron a ir con ellos. Durante todo el largo recorrido consumimos un saco de arroz (cien kilos).
El 27 de mayo de 1975 llegamos a un pueblo que tenía campos de arroz a los dos lados del camino. Después de preparar nuestra comida, un guardia comunista vino y nos
dijo:
—Tenéis que quedaros en este pueblo y trabajar si no queréis morir. No podéis sobrevivir sin comida. Tenéis que trabajar con los campesinos.
Este hombre registró nuestros nombres y nuestros datos personales en una lista. No le dimos ningún dato verdadero, ni siquiera nuestros nombres reales porque teníamos cuatro amigos que eran tenientes de la Marina Jemer y sabíamos que muchos
militares habían sido arrestados y ejecutados.
A la mañana siguiente decidimos construir una cabaña de paja. Me subí a una palmera por primera vez en mi vida y corté unas hojas para el techo. Nos llevó tres días acabar la cabaña. Era temporada de lluvias y teníamos que trabajar el campo para cultivar las plantaciones de arroz. Normalmente uno de nosotros removía la tierra con un arado tirado por dos bueyes, conocido como «arado de bueyes». Pero desafortunadamente nosotros éramos los «nuevos» (así nos conocían bajo el régimen comunista, o los «del 17» porque los comunistas tomaron el poder el 17 de abril de 1975) y, como tales, no contábamos En mayo de 1975 construimos una cabaña de paja. ¡Sólo Dios sabe lo extenso que era ese campo de arroz!
Una mañana, cuando me desperté, mis cuatro amigos habían desaparecido. Entonces comprendí que habían llevado a cabo el plan del que tanto habían hablado: huir en barco. (Nuestro pueblo estaba situado a sólo tres kilómetros del mar). Las autoridades locales comunistas abrieron una investigación y a menudo me interrogaban sobre mis amigos desaparecidos. Yo siempre contestaba lo mismo: «No sé nada». Durante la temporada de lluvias la comida que nos daban era insufi ciente. Cada uno de nosotros contaba con un kilo de arroz para las tres semanas siguientes y a veces se alargaba a un mes, mientras que los revolucionarios disponían de más comida.
«Éste es el castigo de la clase proletaria de la revolución comunista », decía uno de los líderes de la comuna. Mucha gente murió de inanición, la mayor parte fueron niños y ancianos.
Mi mujer y yo luchamos contra el hambre. Nunca tuvimos la oportunidad de comer carne, pescado o algo sabroso; sólo sopa. Una sopa que hacíamos con un poco de arroz, mucha agua y a la que añadíamos hojas de plátano como si fuesen verdura. Era el tipo de sopa que la gente usaría normalmente para alimentar a los cerdos. Después de comer nunca nos daban tiempo para descansar y teníamos que volver inmediatamente a trabajar. Un día, el líder de la comuna nos llamó para formar un grupo de trabajo con toda la gente joven del pueblo en el que se incluía tanto a hombres como a mujeres, siempre que no tuviesen niños. Se nos asignó trabajar en un bosque cercano a las
montañas, a unos diez kilómetros del pueblo, donde teníamos que talar los árboles hasta convertir el bosque en un campo de maíz. Nos despertaban a las cuatro de la mañana y nos metían prisa ya que teníamos que caminar dos horas hasta llegar al bosque.
Una vez allí, nos daban algo de comer. Un carro tirado por bueyes llevaba los utensilios para cocinar y el combustible necesario. Para cien personas, preparaban dos kilos de arroz en litros y litros de agua. Nos lo comíamos con glutamato. Inmediatamente después volvíamos a trabajar hasta las cuatro de la tarde, sin contar las dos horas que nos llevaba el camino de vuelta a las cabañas.
El trabajo era muy duro y no nos daban permiso para descansar. «Si una persona no trabaja, no come», decían, por lo que hasta la gente enferma tenía que trabajar o moría de hambre. Un día, el encargado de mi grupo me dijo que me esperara con él para empujar la carreta tirada por bueyes, lo que nos llevó una hora y media. Cuando nos acercamos al bosque, unas treinta personas caminaban en fi la india con las manos atadas detrás de la espalda; varios guardias iban junto a ellos. No sabía de dónde salían esas personas ni qué sería de ellas, pero al poco tiempo me quedé paralizado ya que comencé a escuchar sus incontenibles llantos mientras eran ejecutados. El encargado de mi grupo me avisó:
—Si le cuentas a alguien lo que acabas de ver, te mataremos.
Los condenados de camino al lugar donde iban a ser ejecutados.
Mi mujer es la única persona a la que le he contado esta historia en mi vida. Aquella noche rezamos juntos por esos hombres y por sus almas. En el pueblo en el que vivíamos, la mayoría de los hombres fue arrestada por los soldados de Pol Pot. Nunca más volvieron. Todos creímos que habían sido asesinados. Había reuniones en el pueblo una semana tras otra y en una ocasión, al fi nalizar una de ellas, fui a visitar el hospital. No había medicamentos, sólo disponían de plantas y hierbas. Uno de esos días, los guardias del hospital apalearon hasta la muerte a un enfermo que intentaba subir a un cocotero para buscar algo de alimento. Le asesinaron por un coco.

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