martes, 26 de febrero de 2008

Capítulo uno - LO QUÉ TU PIENSAS


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Me levantaba pensando si sería capaz de ir al váter solo, si podría ducharme y vestirme y quitarme esa sensación de asco e inutilidad. El dolor comenzaba como una punzada, se convertía en un latido y aumentaba en ritmo e intensidad conforme subía desde la pierna e iba paralizando mi cuerpo exhausto hasta el cerebro, donde estallaba para apagar y despertar mi conciencia al mismo tiempo. Me odiaba a mí, más que a nada, a ese idiota que se quejaba por todo antes del accidente. Odiaba la impotencia, odiaba la debilidad, odiaba que el ser humano pudiera quejarse teniendo el cuerpo sano y toda la vida a su alcance. Me miraba al espejo durante horas —inmenso sobre las puertas del armario, frente a mi cama— y me parecía que se habían oscurecido mis ojos: sólo dos pupilas dilatadas. Me decía que ése no era yo.
Demasiado grande y fofo por la falta de ejercicio, una gran masa amorfa e inútil a la que cada día se le escapaba un poco más de vigor. Aunque sin duda yo ya lo había imaginado, yo había invocado a la muerte para que me dejase así. Llevaba haciéndolo durante días, con la sensación o quizá el deseo de que algo iba a ocurrir. Me lo decían el ligero escalofrío, esa distorsión en la temperatura del aire, la mano que me apretaba el hombro o me acariciaba la cabeza cuando creía encontrarme en una situación peligrosa o amenazadora, lo que solía ocurrirme cada vez con más frecuencia. La casualidad se convertía entonces en un fantasma más, y yo dudaba de si todo ocurría de ese modo porque yo lo deseaba. Cualquier decisión, más hiriente cuanto más estúpida, se convertía en un dilema insoportable, lo que me llevó al principio a tardar más de la cuenta en vestirme o elegir el trayecto para ir al trabajo —soy o era administrativo, y me gustaba, paradójicamente, la mecánica infalible de los números—, después a convertirme en alguien incapaz de trabajar o vestirse. Quizá tenga también algo que ver esa tristeza que se ha pegado a mi cuerpo como un traje invisible, no sé. Hay algo desagradable en mi vida, o en la suerte, y se parece a la perversidad. Empieza con una idea obsesiva y termina contaminando el mundo, basta con quejarse una única vez para que ocurra. Que una piedrecita, por ejemplo, se te cuele mientras caminas, hasta convertirse en el mismo odio, inmenso, incontenible, encerrado en un zapato.

Hasta aquí podemos leer. Ahora tú decides si sigues adelante...

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